Historia

Qué nombre tan feo para un barrio tan especial. Un barrio tan barrio en un distrito tan pijo. Distrito Salamanca. Con su nombre de Marqués, su Lista, su Goya… y su Guindalera. Quizá sea por eso que los vecinos de este barrio madrileño nunca se han sentido parte de la alta alcurnia. O al menos la mayoría de ellos, porque en los tiempos que vivimos el postureo está de moda y ser del barrio Salamanca da caché.

En un cuadrado delimitado por la avenida de América, Francisco Silvela, la calle Alcalá y la M-30 se encuentran representadas las dos caras de la sociedad española. Quienes presumen de ser de Salamanca, a sabiendas de que su piso en la calle Cartagena poco o nada tiene que ver con uno en Serrano, y los que prefieren haber tenido por vecino a Joselito en lugar de a la infanta Elena. Quienes compran en las grandes cadenas de supermercados o quienes lo hacen en la Tienda de la Esquina, con mayúsculas, porque aunque seguro que tiene un nombre, todos los vecinos la conocen así.

Cuenta la leyenda, aunque parece bastante creíble, que a principios del siglo XIX estas tierras estaban plagadas de guindos y pertenecían al señor Don Guindo. Sí, escasa imaginación la nuestra para poner motes. Al parecer la zona también estaba plagada de monjas que vivían en un par de conventos, así que la mujer de Don Guindo les vendía su fruto para que hicieran almíbares en sus ratos libres, que previsiblemente eran muchos.

A mediados de siglo, cuando comenzaron las primeras operaciones del ensanche de Madrid, Don Guindo vio la posibilidad de rentabilizar sus tierras y comenzó a hacer concesiones a las constructoras para que edificasen en ellas. Esto que hoy suena a corrupción fue un negocio noble para el dueño de la zona. A diez centavos vendió el pie cuadrado, aunque también regaló varias parcelas a los obreros que trabajaban para levantar un barrio que hoy puede ser muy céntrico, pero en su momento formaba parte de las afueras de la capital. Tanto es así que las viviendas -en aquel momento chalets de dos plantas- fueron construidas como segunda residencia de sus dueños. A la Guindalera, igual que a Arturo Soria, iban los ricos a veranear.

Los huecos entre el centro de Madrid y el que ahora es el barrio 44 de la capital se fueron rellenando rápidamente y como consecuencia llegó el tranvía. A día de hoy, por la peatonal Pilar de Zaragoza todavía se ven las vías cuando llega la omnipresente Telefónica a colocar cables de a saber qué nuevo invento que obliga a levantar toda la calle.

Balcón de la calle Cartagena. 2020.

La vida era sosegada y amable para los habitantes de aquellos chalets con huertos y aire puro alejados de la capital y lo es ahora para los actuales vecinos, pues nada más cruzar Francisco Silvela, dejar atrás las enormes calles propias de Salamanca e introducirse en estas vías estrechas, el barullo y ajetreo naturales de una de las zonas más concurridas de Madrid se frena en seco. Quizá la mayor particularidad de la Guindalera sea precisamente la tranquilidad que se respira en sus calles con edificios de no más de cuatro o cinco plantas.

Precisamente fue ese sosiego el que atrajo a los hermanos Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer en 1869 cuando se trasladaron a la capital desde Toledo. Contaba el escritor Narciso Campillo del segundo que el poeta “se entregó allí con afán a su vida solitaria y contemplativa”.

Pese a formar parte ya del considerado centro de Madrid, la Guindalera conserva en la actualidad algunas peculiaridades que lo hacen único. Aquí, al final de la calle Méjico, está el único Club de España que aún discrimina por sexos. ¿Las piscinas? Una para madres y niños y otra para los maridos. Madres y padres porque parece inconcebible que una persona menor de 40 años acuda a un lugar así en los tiempos que corren. Aunque, como las meigas, haberlas hailas.

Vista aérea de Madrid, desde la plaza de Lass Ventas hasta el parque de El Retiro. 1950.

También aquí está el centro deportivo municipal Moscardó, ese general al que le quedan dos telediarios si Carmena finalmente lleva a cabo el cambio de nombres de calles, plazas y demás lugares franquistas. Como al águila igual de franquista que preside el costado del polideportivo en la calle Coslada.

La Guindalera ha sido tradicionalmente barrio de inmigrantes latinoamericanos, peruanos principalmente que sacan una vez al año en procesión a sus vírgenes por la calle Iriarte, la paralela a Cartagena, principal arteria comercial del barrio que tiene su estandarte en la plaza de San Cayetano, reformada recientemente y demasiado moderna incluso para algunos vecinos.

Pero fundamentalmente, la Guindalera está repleta de tabernas y bares que lo llenan de vida. Algunos han perdido su esencia más pura y han pasado a convertirse en tascas hipsters para satisfacer los deseos de todos los jóvenes que comienza  a independizarse y optan por este barrio como alternativa céntrica y más accesible económicamente. Por fortuna otros sobreviven, como el Azul y Blanco, en el que siempre se ven las mismas caras. ¡Qué importante es la clientela fiel! También sobrevive sorprendentemente la zapatería de la calle Béjar. Hace siglos que su dueño no acepta más zapatos, pero siempre tiene una montaña de ellos alrededor.

Este es un barrio en el que no pasan grandes cosas, en el que se saluda a los vecinos aunque no los conozcas de nada, simplemente porque su cara, después de toda la vida, ya es medio familiar. A estos últimos va dedicado este escrito. A quienes han contribuido y contribuyen a que la Guindalera siga siendo un barrio, barrio. De los de toda la vida.

Por Lara Lussón, periodista y vecina del barrio.